miércoles, 14 de febrero de 2024

Los carnavales son un grito de la libre expresión cultural para el ascenso social

El carnaval que tiene como escenario a la calle y el artista es el pueblo, es una expresión cultural considerada peligrosa para gran parte de los sectores del poder. Su revalorización como reivindicación de los derechos culturales debería ser el sustento de las políticas culturales de cada comunidad.

Desde siempre el carnaval fue un espacio de libre expresión del pueblo, haciendo que fuera prohibido en distintas épocas como lo hizo la última dictadura cívica militar eclesiástica  al ser eliminado del calendario oficial de festejos y deteniendo sus manifestaciones callejeras. En el año 2010 se restituyeron oficialmente los feriados nacionales del lunes y martes de carnaval y en la actualidad en muchos lugares limitan la participación del pueblo al fijar un valor económico para su ingreso, como tampoco existe una política establecida como desarrollo del arte y la cultura.

Por otra parte en muchos casos fueron tomados los carnavales como un evento para generar recaudación, estableciendo la participación a una o dos comparsas integradas por un sector de la comunidad, cuando debería ser un momento de la democratización del arte impulsada por como parte de la política cultural de la comunidad.

Las referencias de los historiadores apuntan a que en estos días de celebración, eran permitidos excesos de toda naturaleza, eran frecuentes las máscaras y otro tipo de vestimentas para ocultar la identidad, con el objetivo de preservar el anonimato ante la realización de distintos actos de expresión y hasta en muchos casos de denuncias.

Mercedes Mariano, antropóloga e investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas en el Instituto de Investigaciones Arqueológicas y Paleontológicas del Cuaternario Pampeano, considera que, a lo largo de la historia argentina, los carnavales fueron una forma de resistencia: «Desde épocas coloniales los festejos incluían imitaciones y burlas, usualmente a las autoridades, constituyéndose en rituales de resistencia para contradecir el orden establecido. Consistían en un breve período de libertad, un paréntesis, en medio de las opresiones que caracterizaban su cotidianeidad», explica.

Desde los tiempos de las colonias, los festejos del carnaval, asociados a los bailes de máscaras, tenían su epicentro en Buenos Aires en la llamada popularmente la Ranchería. En Gualeguaychú, la otra capital del carnaval en el país, la primera autorización para esta celebración se otorgó a mediados del siglo XIX: en 1840.

Entre finales del siglo XVIII y la primera parte del XIX, los Gobiernos de turno se hicieron eco de los reclamos de los sectores más pudientes, por los que los festejos fueron limitados a lugares cerrados y el toque de tambor —sello identitario de la importante población africana— se castigó con azotes y con hasta un mes de cárcel. 

Fue Domingo Faustino Sarmiento el encargado de recuperar los festejos a finales del siglo XIX. Según el Ministerio de Cultura, lo hizo tras un viaje por el mundo en el que, durante una parada por Italia, quedó encantado por la idea del anonimato tras las clásicas máscaras venecianas.

En 1869, Sarmiento promovió el primer corso oficial, un evento cuyas mayores atracciones eran las murgas y las comparsas compuestas principalmente por afrodescendientes. «La elaboración de disfraces y máscaras que intentaban igualar, sin distinción, a todos los participantes».

Estas fiestas iniciales traídas por los invasores españoles fueron atravesadas por las costumbres criollas, con la llegada del Siglo XX y los inmigrantes italianos provocó un cambio en la dinámica de esta fiesta, es ahí cuando se pasa de la comparsa de candombe a las murgas 

Con todo, la fiesta popular fue tomando el espacio público con desenfreno y bullicio, en lo que las clases altas consideraban «costumbres bárbaras» y vuelve el carnaval a ser censurado, castigado y prohibido hasta el año 1954.

Nuevamente se vio interrumpido por la dictadura cívico-militar que comenzó en Argentina en el año 1976, que eliminó esas fechas del calendario oficial y prohibió las celebraciones callejeras, hasta el regreso de la democracia, en 1983. Después de años de lucha por parte del Movimiento Nacional de Murgas con una multiplicidad de documentos y gestiones iniciadas en los tradicionales encuentros que se llevaban a cabo en Suardi, recién en el 2010 los días de carnaval fueron instituidos como feriados nacionales.

Hasta la dictadura de 1976 eran comunes los tradicionales juegos en la calle, donde llovían los baldes de agua sobre los niños y adultos que eran arrojados con agua mezclada con distintos ingredientes, agua de lavanda para mojar a los amigos y de agua con sal para los enemigos, acompañados por los pomos, las bombitas, una tradición que no fue recuperada en su plenitud.

Los bailes, los juegos, las carrozas, espectáculos de percusión, las comparsas, las murgas, los estandartes y escenarios en calles volvieron en cada lugar de diferentes formas en muchos lugar no como la celebración popular del carnaval, sino como la presentación de un espectáculo más, concebida como una actividad recreativo o turística, pero no como una libre expresión cultural del pueblo como parte de la evolución de una milenaria tradición humana.

Pero además el corso en el festejo de carnaval debería recuperar su parte social, como lo fueron, en la que las clases sociales se mezclaban. Ricos y pobres sin distinción siguiendo la tradición italiana se desarrollaba el arte de disfrazarse, que era lo que daba sentido mágico a la fiesta. El disfrazado a través de la disimulación, el engaño, la burla generaba la incógnita en el otro.

Pero además el disfraz, la máscara da rienda suelta a la creatividad y fantasía de cada uno ya que no existe un orden establecido en el modo y en la forma de disfrazarse, pero sí surgen con el paso del tiempo una serie de figuras y personajes que en cada lugar adquieren personalidad propia. Cambiar esa máscara que llevamos puesta todo el año por una más acorde con nosotros mismos, es mostrar por un momento autenticidad.


Una muestra 

de la cultura

Son los carnavales un espacio al que debe ampliarse su significación constituyéndose en manifestaciones del patrimonio cultural de cada comunidad al reunir prácticas y representaciones donde confluyen múltiples manifestaciones como la música, el canto, la danza, las máscaras, la indumentaria, la pintura, junto con saberes, significados y sentidos que fortalecen el tejido social e identitario de diferentes sectores de una comunidad. 

Debería ser el carnaval una política cultural que se desarrolle durante todo el año considerando el acceso al arte como un derecho social como parte de las herramientas que el municipio ofrezca a la niñez, adolescencia, juventud y adultos para el crecimiento colectivo, garantizando recursos materiales y una gestión democrática de los mismos para que la cultura y el arte se puedan expresar a fondo.

Frente a sectores que buscan limitar el uso de la calle como espacio de expresión para acallar al pueblo, quienes no buscan limitar y controlar el ascenso social deberían reivindicar el arte y la cultura como lugar significativo en la política pública como un derecho. Es la comparsa, la murga, la batucada, el disfraz, la carroza una expresión permanente de la diversidad.

La revalorización de los carnavales como manifestaciones del patrimonio cultural constituye también una oportunidad para promover la reivindicación de los derechos culturales de los propios grupos o comunidades involucrados y su participación como actores centrales en su gestión. 


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